domingo, 24 de abril de 2011

Capítulo III: El lobo Kasparov

Pasaron dos días. El bosque se llenó, como antaño, de ciervos, esquiroles[1] y demás criaturas vivientes. Eso significó un nuevo descubrimiento por parte del Hombre: la caza. Era muy fácil: nada de flechas ni trampas ni redes; Rudolf desvelaba la faz del hombre y los animalillos caían a su merced. El único problema era que, en vez de comer carne, bebían carne. Se acostumbrarían con el tiempo.

Rudolf estaba casi seguro de haber hallado un aliado sin igual para su maquiavélico plan. El hombre era el tipo perfecto: muy poderoso, pero sin saberlo por ser demasiado estúpido. De ese modo, el enano analizaba minuciosamente las reacciones de los distintos animales a la faz horrenda del hombre. Con una libretita, apuntaba sus pertinentes resistencias. Hizo una hipótesis, al fin, a modo de dictum: “Dime cuántos ojos tienes y te diré cuánto vivirás.”[2]
Se preguntaba si sólo él era inmune. Era necesario investigar más a fondo.

Mas eso no era todo. Rudolf se apoderó de todas las pertenencias del hombre y a éste le obligaba a hacer las tareas sucias amenazándole con un látigo. Se autoproclamó jefe de la cabaña añadiéndole un rótulo de madera que decía “Aquí viven Rudolf el Grande y un esclavo”. Aunque eso de esclavo era, según dicen, mera formalidad.

Así, pues, mientras estaban revisando las coles y hortalizas del huerto, se oyó un ulular sobrecogedor alrededor del bosque. De la espesa arboleda apareció una extraña figura en forma de lobo que llevaba un tablero de ajedrez debajo del sobaco. El tipo ese daba bastante miedo y parecía estar verdaderamente hambriento.

Sorprendentemente para todos, se tranquilizó al instante. Nuestros dos compañeros de fatigas pudieron observar algo raro en los ojos del pintoresco lobo; parecía ciego, pues el claro color de sus ojos daba evidencia de ello –y esas cosas tan serias no se fingen; es de mal gusto. Se sentó al suelo con las patas cruzadas y se puso a montar el tablero de ajedrez más tranquilo que un camello, metiendo minuciosamente cada pieza en su lugar. Al fin, abrió la boca:

-¿Una partidita, chicos? –dijo tranquila y simpáticamente.

A hombre y enano, boquiabiertos, se les pusieron los ojos como naranjas. Mientras uno se preguntaba cómo podía hablar[3], el otro indagaba por qué sabía jugar al ajedrez, con las dificultades que suponía eso careciendo de visión.

-Oye, lobucho ciego –se adelantó Rudolf- ¿Cómo puedes jugar al ajedrez si eres ciego de narices?
-Pregúntale por qué habla –le dijo el hombre en voz baja.
-Cállate, feo –le respondió con el mismo tono de voz- Tú déjame a mí.
-Siempre me preguntan lo mismo –reprochó falsamente el lobito bueno, que se moría de ganas por  contárselo- Veréis, chicos: cuando yo aún tenía bien los ojos – ¡qué tiempos aquellos!- mi padre me enseñó a jugar al ajedrez para ciegos, por si algún día me quedaba sin ojos. ¡Et voilà! ¡Hace un par de años me quedé ciego y al fin me ha sido útil!

-Está acabado…-añadió Rudolf para sus adentros mientras el hombre quedaba estupefacto.

A pesar de ello, los tres se pusieron a jugar al ajedrez unas cuantas veces haciendo El rey de la pista. Aunque eso era sólo un término estrictamente formal, pues Rudolf no dejaba jugar al hombre apelando a su fealdad. “Los feos no juegan”, decía.

Y, de esta manera, Rudolf y el lobo jugaron unas cuantas partidas mientras el hombre, triste y con lágrimas en los ojos, se lo miraba, impotente. Iba transcurriendo el tiempo y las derrotas del enano se iban acumulando hasta que, con su particular temperamento y cansado de perder todo el rato contra el apestoso lobo, tuvo un pensamiento malicioso.

-Esta vez vas a perder. –dijo.
-A mi no me lo parece –respondió el lobito bueno.
-A mí tampoco. –increpó el hombre.
-Tú cállate, feúcho. Vas a ver de qué pasta estamos hechos los enanos. –dijo el molesto Rudolf.

Entonces, cuando el Kasparov de los lobos movía una de sus torres para matar al rey del enano, éste le sacó el calcetín al hombre, como el inventor que quita el velo a uno de sus nuevos artilugios para que todos queden sorprendidos. La reacción del lobo fue más lenta de lo esperado. Se le cayó la pieza de la mano muy suavemente, haciendo revolotear las demás fichas del tablero. Dio síntomas de leve parálisis. Estornudó. Las piernas le temblaban y le salía espuma por la boca en pequeñas cantidades. Rudolf tomaba nota de todo en su libretita. El lobo intentó levantarse y huir; ardua tarea. Al sexto metro de su lentísima huida, cayó en combate pacíficamente como una catapulta al desplomarse. Tal vez, si hubiera sido un poco más joven o un poco más ciego, hubiera sobrevivido.

-No…-dijo el hombre, desesperado- No puede ser… ¡Rudolf, eres un asesino! –gritó horrorizado.
-Pero qué dices, feúcho, si lo has matado tú. Eres tan feo que la gente sucumbe al verte. –Al oír esto, el hombre empezó a llorar, sintiéndose culpable.
-Venga, hombre, ¡que hay más lobos que longanizas! No te pongas así, que aquí estamos para pasárnoslo bien. –y le acarició la mejilla.
-Sí, sí…tienes razón, Rudolf. –asintió. Por cierto, qué lobo más raro, ¿verdad?
-Que sí, Hombre, que sí…-dijo con pesadumbre el enano, al que no le importaba un rábano.
-Escucha… -dijo el hombre, dudando.
-¿Si…?
-¿Cómo apareciste aquí, Rudolf? ¿Qué hacías en medio del bosque?
-Verás, Hombre…[4]-suspiró- Mi clan, situado bajo las montañas del Hmkja-Hmkja, me ha abandonado como a un animal. –su tono de voz se dramatizó- De todos modos, yo ya me quería ir, no te hagas malas impresiones. –Estornudó como un fumador de Ducados- Ahora tendré que quedarme aquí, al exterior, con un feúcho como tú, solo y triste –en comparación con el de Rudolf, el lamento de Dido tendría tanta empatía como ver al pobre fitoplancton siendo comido por una ballena- ¡Oh, Dios mío!  ¡¿por qué me has abandonado?!

Estaba fingiendo. A pesar de ser maltratado y humillado por Rudolf en su propia casa, el Hombre sintió lástima por él.

-Si quieres, puedes quedarte en mi ca…-fue cortado.
-¿Sí? ¿De veras? ¡Qué bien! ¡Eres muy buen hombre, Hombre! –y entonces cambió su rostro empapado por uno de nuevo y alegre, como si de simples máscaras de tratase. El hombre sonrió.
-Coño, no rías, joder, que eres más feo que un pie lleno de callos. –el hombre asintió- Venga, no te ofendas, Hombre…que no es culpa tuya. –el hombre volvió a sonreír- Joder, ¿qué te tengo dicho? ¿Es que hablo por las paredes? Aun teniendo la cara cubierta, tu fealdad es insoportable. –el hombre volvió a asentir.

Rudolf había ganado mucho terreno. Ya tenía hogar propio y un arma letal para su plan. El advenimiento del lobo le dio información muy valiosa sobre el calibre del Hombre. Los dos entraron, finalmente, en la cabaña. Rudolf se sentó en el sofá –de madera, por supuesto- y se encendió un cigarrillo. Revisó la libretita. -Yo soy inmune. -Añadió para sus adentros. Tenía que descubrir si sólo lo era él, o el resto de su raza.


[1] Es conocida la tradición de la aldea de Mumbumbumba de ir a la huelga en los bosques, sobretodo los sábados.
[2] Según sus cálculos, un calamar gigante, (Architeuthis dux) con sus ojos del tamaño de una pelota de volley, duraría, con suerte, un par de milisegundos.
[3] Es ya bien sabido que algunos animales –a los que le plazca al autor- pueden hablar. Porque sí; ellos lo valen.
[4] Todo el discurso de Rudolf es, con absoluta certeza, falso.

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