martes, 19 de abril de 2011

Capítulo I: Más feo que un pie

Al principio era el feo. Un niño tan feo que ni de haber nacido en una familia ciega lo hubieran querido. Muy pocos tuvieron la desgracia de verlo con sus propios ojos, pues sus padres lo ocultaban y sólo salía a jugar por las noches –evidentemente, jugaba solo. Según dicen los rumores, lleva el diablo a sus espaldas. Algunos pensarán que esto es una hipérbole. No lo es.

Dicho niño, como es de suponer, no tenía nombre, y residía en las cercanías, un poco alejadas, de la aldea de Mumbumbumba. Su madre, la señorita Smith, se dedicaba a la ardua tarea de coser jerseys para su marido, el señor Smith. Cuando se quedaba sin tela, descosía la ropa de su abominable hijo para tener más. A consecuencia de ello, el pobre chico pululaba con poca y mísera ropa, a veces sin. Y lloraba.

El señor Smith, por su parte, era stock-leñador; un tipo de esos duros, duros, semental musculoso como un roble de acero, que se dedicaba a cortar árboles para producir stock en detrimento del país escondiendo en el sótano la madera cosechada.

Y, más o menos, así transcurría la vida del feúcho; encerrado en casa de día mientras su padre talaba árboles y su madre cosía y descosía y, de noche, contemplando las estrellas con algo que antaño fue una pelota. Pero esa rutina no duraría para toda la vida. Tres secuestradores –los típicos de toda la vida, utilizados simplemente para romper el hielo- sabían lo de su padre y querían –cómo no- secuestrar a su hijo a cambio de madera.

Era de noche ese día, y llovía. La hierba resbalaba y el niño sin nombre tropezó encima de una estaca de madera que amurallaba el patio de los Smith, dándose un golpe en la cabeza. Lloró. Gritó. Se sentían risitas en la casa y una llave que se cerraba desde dentro. Eso ayudó a la tarea del secuestro.

-Vamos, chicos, ahora es nuestra chance, que se ha metido un buen tortazo en la cara. –dijo el Secuestrador A.
-¿Seguro? –preguntó el Secuestrador B- Es muy feo.
-Ahora no te eches atrás, coño. –protestó el Secuestrador C.
-Lo digo –introdujo B- porque me he dejado las gafas.
-No te preocupes, -dijo A- sólo son como mesura preventiva.

Así pues, A, B y C se acercaron gateando muy sigilosamente hasta llegar a pocos metros del niño, que ya estaba sacando espuma por la boca. Los secuestradores se horrorizaron y, de no ser por la luz que emanaba de la casa, se hubieran pensado que ahí dentro no había nadie. Siguiendo el plan a la perfección, tiraron, entre los tres, una red que capturó al espumoso niño.

-¡Señores Smith! –gritó el Secuestrador A- ¡Tenemos a su hijo como rehén! ¡Más vale que nos entreguen toda la madera que tengan almacenada o, de lo contrario, su hijo morirá!
-Bah… -soltó tranquilamente la señora Smith desde dentro de la casa- Ya te lo puedes quedar todo, todito.
-Eso, eso –dijo el señor Smith- Ni por una piedra lo querríamos. Dios mío, que hijo más inútil. Es más feo que un pie.

La incomprensión, entonces, se apoderó de los secuestradores. El pobre niño, que, como ya ha sido dicho, no tenía nombre, se puso a llorar como un niño y cuánto más lloraba, más risitas se oían dentro de la casa. Harto de tanta tontería, el Secuestrador A se sacó de su bolsa un artilugio cúbico de metal con unos extraños engranajes y palancas y, levantando la red, lo metió dentro de la cabeza del muchacho.

-¡Vamos a ver quien se ríe ahora, viles y cobardes criaturas!
-¡No lo hagas, A! –protestó en vano el Secuestrador C - ¡No puedes volverle más feo!
-Poneos las gafas, chicos. –dijo tranquilamente el Secuestrador A mientras encendía un cigarrillo en plan puto amo.
-¡No! ¡Espera! –protestó C- ¡B no tiene las gafas!

El Secuestrador A, poseído por una especie de impotencia, hizo girar los mecanismos del misterioso cubo mientras se oían los gritos horrendos del niño, que se iban deformando en analogía a su faz. Una vez satisfecho, el Secuestrador A sacó el cubo de la cabeza del niño y, entonces, surgió el Horror. La tierra se resintió. La hierba, debajo suyo, iba secándose mientras, en el subsuelo, los gusanos se retorcían. Los Secuestradores A y C se sintieron como aquél que, después de un largo túnel en coche, se ciega a la luz del exterior, y intentaban observar, con dificultades, como los ojos del Secuestrador B se iban enrojeciendo. Las piernas empezaron a temblarle; el pulso, disparado. Explotó, de repente, una pierna y se cayó al suelo. Se le salió un ojo y se le quemó la ceja antes de reventar en mil trozos, dando a luz a un espectáculo dantesco. Algunos pensarán que esto es una hipérbole. No lo es.


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