viernes, 22 de abril de 2011

Capítulo II: Rudolf

De pequeño le hicieron beber whisky. Nunca protestó. Su única defensa era el llanto. Feo, demasiado feo, decían. Aunque para algunos teóricos de la estética él era una especie de tótem: “Quizás no tendremos nunca una brújula para lo bello, pero al menos, ahora, la tenemos para lo feo”. Eso, sin duda, era muy difícil de cuestionar.

Él no sabía qué era un cumpleaños-para-sí-mismo. Celebraban el de su padre, el de su madre, el de bodas y el de su gato. Los Smith le habían bombardeado, ya desde la cuna, que él no cumpleañaba. No era nada duro para él; “algunos cumplen años, otros no los cumplen”, pensaba.

La lluvia se detuvo. El agua, mezclada con la sangre del Secuestrador B, le daba un toque aun más grotesco al asunto. Sus dos compinches, en ver la hecatombe una vez recuperados de la ceguera inicial, huyeron como si escaparan de los latigazos de su amo. De ese modo, después de la descomunal detonación y habiendo cesado de llover, sólo se oían los llantos del nauseabundo niño, solo, en medio de fragmentos de secuestrador.

-Voy a echar un ojo afuera, querida, –dijo el señor Smith- a ver qué está pasando.
-Vale. A ver si se lo han llevado ya. –respondió.

El señor Smith sólo fue capaz de abrir la puerta un par de centímetros y ojear poco menos de un segundo. El instantáneo contacto visual con la aberración le hizo rebotar en medio del sofá, entrando en parálisis y provocándole una disfunción crónica en el habla[1], ceguera total en el ojo derecho y espuma perpetua por la boca. Tuvo suerte.

Y, así, el crío adefesio, asustado e indefenso, corrió y corrió sin parar, desesperado, adentrándose en el bosque en el que su padre stockeaba. Se oían levemente sus pisadas rechinar contra la hierba húmeda al unísono del latir de su corazón mientras, con sus pequeñas manitas, se tocaba la cara, extrañándose a si mismo. Lo mejor que le podía pasar ahora era dejar de existir, y un buen espejo no sería una mala idea.

El bosque se resintió de su llegada. Los animales más audaces, al notar su presencia, iban en dirección contraria. Los menos aptos le dijeron a la vida que dimitían, que estaban hartos de su indignante salario, estallando o evaporándose. En esta situación, el muchacho se sintió como aquél que, en medio de una discoteca en aforamiento completo y con confusos síntomas de tener la lepra, grita al cielo “¡tengo la lepra!”.

Pasó la noche al raso en un silencio sepulcral. No se oía ni el más leve sonido y, además, dormía mucho más cómodamente que en el suelo de su casa[2]. Y, al día siguiente, empezó una nueva vida allí, casi como el Niño Salvaje. Al principio comía lo que encontraba[3], hasta que descubrió la agricultura. Se hizo una pequeña cabaña muy hábilmente teniendo en cuenta su edad, teniéndola que reconstruir más a menudo que las tuberías de Groenlandia.

Y así transcurrieron los años para él, al más puro estilo Thoreau pero sin contar los ahorros -y sin vecinos, por supuesto- hasta que se hizo mayor y el niño se convirtió en un hombre, un hombre hecho y derecho. Tenía montado, en todos estos años, un buen tinglado. Había desviado el riachuelo para regar los pequeños huertos de los que se alimentaba, y hacía mucho que nadie se atrevía en molestarle. El bosque, en palabras mayores, era Suyo.

Hasta que un día, recién salido el sol sacando la cabeza, el hombre se encontró, justo al lado de su cabaña, a una extraña criatura en forma de hombre pero mucho más menuda. Era un enano, y estaba ahí tirado -cabe señalar que algunas criaturas como el sol, los enanos y los hipopótamos son inmunes a la fealdad del hombre.

-Joder! –dijo el enano- ¿Qué coño hago aquí tirado? ¿Quién coño eres tú? Eres más feo que un pie lleno de callos, joder.

El hombre, al oír esas palabras que para otro cualquiera hubieran sido dignas de un duelo a ultranza, se puso locamente contento. Rió.

-¡Coño! –Exclamó el enano- Hay que ver lo feo que eres cuando ríes. Lo eres mucho más que cuando no ríes. ¿Cómo coño te llamas, cardo?
-No tengo nombre, pero me puedes llamar Hombre. –Dijo el hombre- Mis padres no me pus…
-Sí, sí, Hombre, te creo. –Le cortó- Yo me llamo Óscar Joaquín Rodolfo, pero me puedes llamar Rudolf. –Se hizo una pausa de largo rato. El recién presentado Rudolf empezó a comerse una col del huerto.
-Oye, que estas coles…-fue cortado otra vez el Hombre.
-Cállate, feo. –Decía mientras mordisqueaba el exquisito manjar- Oye, si me tengo que quedar aquí mucho tiempo tendré pesadillas con tu cara. Tenemos que solucionar esto.

Y, de ese modo, el recién llegado enano se fue a buscar algo para cubrirle la cara al Hombre. Lo mejor que encontró fue un calcetín maloliente y lardoso colgado en una ramita de un árbol. Lo descosió lo mejor que pudo para conseguir un aspecto más o menos cuadrado y, acto seguido, exclamó ¡Eureka!

-Toma, feúcho, ponte esto. –dijo con severidad.

Una vez cubierta la cara del nauseabundo hombre con sus dulces prendas por él mal halladas, volvieron a emerger los animales en el bosque. Los árboles recuperaron su integridad; la hierba, su dignidad. Es fascinante lo efectivo que puede llegar a ser un calcetín maloliente y lardoso en situaciones controvertidas.


[1] De ahora en adelante, este tipo sólo podrá decir la sílaba “ka”, pudiéndola repetir tantas veces como desee.
[2] No tenía cama.
[3] Frutas.

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