viernes, 29 de abril de 2011

Capítulo IV: Su apellido es "Feliz"

Desde la llegada de Rudolf, la situación de la cabaña había sufrido considerables avances tecnológicos. El conjunto fue reforzado con piedra[1] y en el interior, más cálido que nunca, se había construido una chimenea. Pero uno de los galardones cosechados más celebrados fue el periódico; un simple latigazo de Rudolf al repartidor cerca de la casa de los Smith bastó para enseñarle quién manda ahí.

Rudolf le tenía terminantemente prohibido al Hombre que se sentara en el sofá pese a que había sitio para cinco elefantes tamaño estándar. A pesar de ello, se dejó llevar por la pasión, lo que conllevó que madera y culo feo se unieran en un alarde de comodidad. No duraría mucho.
-Hombre, querido…-le dijo Rudolf en un tono aparentemente amable mientras le apretaba fuertemente el hombro con la mano- ¿Qué haces? ¿Qué coño haces?
-Pues…sent…-fue cortado.
-¿Qué no ves el rótulo ese de allí que pone “Feos No”? –prosiguió con falsa calma mientras le pungía levemente con las uñas- ¿Es que te crees que lo pongo porque me gusta?
-Pero es qué…
-¡Cállate, coño! –Se desató la furia enana- ¿Quién le propuso a quién compartir el hogar? ¿Eh? ¿Eh?
-Pero si…
-¡A mí no me contestes, feo! –Afirmó Rudolf con severidad- ¡Aquí mando yo! Dios…No tienes remedio… -añadió suspirando al cielo.

Gravemente ofendido, el Hombre cedió una vez más y se levantó del sofá con mucho pesar. Su nauseabunda faz reflejaba la felicidad de un entierro y cualquier hombre medianamente sensato hubiera preferido trabajos forzados antes que presenciar el clímax resultante.

-Venga, joder. –Respondió el enano, intentando animarle- No quiero malas caras, ¡que aquí estamos para pasárnoslo bien!
-Tienez gazón…-respondió el Hombre con dificultades, secándose las lágrimas.
-Ahora vete un rato a vigilar el huerto, anda.
-Zzzzzí.

Y el Hombre, un poco más animado, se fue al huerto. Rudolf deslizó la mano por la cara mientras fruncía el ceño a modo de ejecutivo recién salido del trabajo. Se sentó en el sofá y empezó a leer el periódico. Desafortunadamente para él, comenzó por la contraportada y no tuvo tiempo de ver el titular que hacía referencia a ciertos actos vandálicos cometidos en las cercanías de Mumbumbumba. Eran malas noticias a la espera de ser conocidas.

-¡Rudolf! ¡Rudolf! –gritó el Hombre, que entró nervioso- ¡Rudolf!
-¿Qué coño quieres ahora, feúcho? –le respondió iracundo.
-Me dijiste que te avisara si se aproximaban extraños.
-¿Qué?
-¡Hay una mancha rosa gigante ahí fuera que no para de moverse! –añadió contentísimo- ¡Lo he visto por el agujero de la puerta!

Rudolf se encogió de hombros. ¿Una mancha rosa? -Se preguntaba para sus adentros- ¿Qué coño dice este chiflado? Fuera lo que fuere, se levantó del sofá para echar un vistazo. A unos centímetros de la entrada se oían cánticos de felicidad provenientes del exterior. Daban grima. Rudolf abrió la puerta mientras el Hombre, nervioso y expectante, se lo miraba detrás suyo. La supuesta mancha rosa, al principio indeterminada debido a la escasa información verbal, fue tomando relieve. El perímetro de la figura irregular se contorneó hasta el punto de desterrar cualquier duda: era un hipopótamo, y era rosa[2].

-¡Buenos días! –dijo el hipopótamo en un tono que combinaba alegría y estupidez en terrorífica harmonía- ¡Soy el Hipopótamo Feliz! ¡Voy cantando y bailando por el bosque felizmente! Me estaba aburriendo y quería ir a jugar a pelota, pero, ¿sabéis qué? -pasó del éxtasis frenético al abatimiento repentinamente- Yo no tengo amigos… ¿Queréis ir a jugar conmigo? –preguntó mientras daba otro giro hacia la felicidad de gilipollas, como si de un semáforo se tratase.

Cualquier observador atento pensaría que Rudolf le pegaría un par de latigazos o un tiro en la pata izquierda, pero no. Pensó: ¿Por qué no? Jugar a pelota parecía una actividad saludable y, al lado del Hombre tantos días, hasta intelectual. Además, Rudolf no era bobo; sabía que las putadas más feroces eran las que destrozaban la confianza. Para él era semejante a un cocinero que, para deleitarse con un exquisito manjar, antes había que prepararlo laboriosamente. De modo análogo, Rudolf se tendría que ganar la confianza del Hipopótamo  Feliz para después pisotearle. Ya se las apañaría para que su apellido fuese un tanto irónico.



[1] Los malos rumores señalan que entre los enanos y la piedra se oculta una especie de fetichismo. White-Knn, el caudillo de uno de los clanes más importantes del círculo enano, lo desmintió en una rueda de prensa.
[2] Muy rosa. En sus inicios, hubo un intenso debate entre pensadores que acabó en una querella irreconciliable. Algunos analistas han querido ver en ello una maniobra política para eclipsar el escándalo que significó la rueda de prensa de White-Knn. Para ver más sobre el tema, véase Carlitos Marranete, La tapadera de Knn; evidencias irrefutables y pruebas concluyentes.

domingo, 24 de abril de 2011

Capítulo III: El lobo Kasparov

Pasaron dos días. El bosque se llenó, como antaño, de ciervos, esquiroles[1] y demás criaturas vivientes. Eso significó un nuevo descubrimiento por parte del Hombre: la caza. Era muy fácil: nada de flechas ni trampas ni redes; Rudolf desvelaba la faz del hombre y los animalillos caían a su merced. El único problema era que, en vez de comer carne, bebían carne. Se acostumbrarían con el tiempo.

Rudolf estaba casi seguro de haber hallado un aliado sin igual para su maquiavélico plan. El hombre era el tipo perfecto: muy poderoso, pero sin saberlo por ser demasiado estúpido. De ese modo, el enano analizaba minuciosamente las reacciones de los distintos animales a la faz horrenda del hombre. Con una libretita, apuntaba sus pertinentes resistencias. Hizo una hipótesis, al fin, a modo de dictum: “Dime cuántos ojos tienes y te diré cuánto vivirás.”[2]
Se preguntaba si sólo él era inmune. Era necesario investigar más a fondo.

Mas eso no era todo. Rudolf se apoderó de todas las pertenencias del hombre y a éste le obligaba a hacer las tareas sucias amenazándole con un látigo. Se autoproclamó jefe de la cabaña añadiéndole un rótulo de madera que decía “Aquí viven Rudolf el Grande y un esclavo”. Aunque eso de esclavo era, según dicen, mera formalidad.

Así, pues, mientras estaban revisando las coles y hortalizas del huerto, se oyó un ulular sobrecogedor alrededor del bosque. De la espesa arboleda apareció una extraña figura en forma de lobo que llevaba un tablero de ajedrez debajo del sobaco. El tipo ese daba bastante miedo y parecía estar verdaderamente hambriento.

Sorprendentemente para todos, se tranquilizó al instante. Nuestros dos compañeros de fatigas pudieron observar algo raro en los ojos del pintoresco lobo; parecía ciego, pues el claro color de sus ojos daba evidencia de ello –y esas cosas tan serias no se fingen; es de mal gusto. Se sentó al suelo con las patas cruzadas y se puso a montar el tablero de ajedrez más tranquilo que un camello, metiendo minuciosamente cada pieza en su lugar. Al fin, abrió la boca:

-¿Una partidita, chicos? –dijo tranquila y simpáticamente.

A hombre y enano, boquiabiertos, se les pusieron los ojos como naranjas. Mientras uno se preguntaba cómo podía hablar[3], el otro indagaba por qué sabía jugar al ajedrez, con las dificultades que suponía eso careciendo de visión.

-Oye, lobucho ciego –se adelantó Rudolf- ¿Cómo puedes jugar al ajedrez si eres ciego de narices?
-Pregúntale por qué habla –le dijo el hombre en voz baja.
-Cállate, feo –le respondió con el mismo tono de voz- Tú déjame a mí.
-Siempre me preguntan lo mismo –reprochó falsamente el lobito bueno, que se moría de ganas por  contárselo- Veréis, chicos: cuando yo aún tenía bien los ojos – ¡qué tiempos aquellos!- mi padre me enseñó a jugar al ajedrez para ciegos, por si algún día me quedaba sin ojos. ¡Et voilà! ¡Hace un par de años me quedé ciego y al fin me ha sido útil!

-Está acabado…-añadió Rudolf para sus adentros mientras el hombre quedaba estupefacto.

A pesar de ello, los tres se pusieron a jugar al ajedrez unas cuantas veces haciendo El rey de la pista. Aunque eso era sólo un término estrictamente formal, pues Rudolf no dejaba jugar al hombre apelando a su fealdad. “Los feos no juegan”, decía.

Y, de esta manera, Rudolf y el lobo jugaron unas cuantas partidas mientras el hombre, triste y con lágrimas en los ojos, se lo miraba, impotente. Iba transcurriendo el tiempo y las derrotas del enano se iban acumulando hasta que, con su particular temperamento y cansado de perder todo el rato contra el apestoso lobo, tuvo un pensamiento malicioso.

-Esta vez vas a perder. –dijo.
-A mi no me lo parece –respondió el lobito bueno.
-A mí tampoco. –increpó el hombre.
-Tú cállate, feúcho. Vas a ver de qué pasta estamos hechos los enanos. –dijo el molesto Rudolf.

Entonces, cuando el Kasparov de los lobos movía una de sus torres para matar al rey del enano, éste le sacó el calcetín al hombre, como el inventor que quita el velo a uno de sus nuevos artilugios para que todos queden sorprendidos. La reacción del lobo fue más lenta de lo esperado. Se le cayó la pieza de la mano muy suavemente, haciendo revolotear las demás fichas del tablero. Dio síntomas de leve parálisis. Estornudó. Las piernas le temblaban y le salía espuma por la boca en pequeñas cantidades. Rudolf tomaba nota de todo en su libretita. El lobo intentó levantarse y huir; ardua tarea. Al sexto metro de su lentísima huida, cayó en combate pacíficamente como una catapulta al desplomarse. Tal vez, si hubiera sido un poco más joven o un poco más ciego, hubiera sobrevivido.

-No…-dijo el hombre, desesperado- No puede ser… ¡Rudolf, eres un asesino! –gritó horrorizado.
-Pero qué dices, feúcho, si lo has matado tú. Eres tan feo que la gente sucumbe al verte. –Al oír esto, el hombre empezó a llorar, sintiéndose culpable.
-Venga, hombre, ¡que hay más lobos que longanizas! No te pongas así, que aquí estamos para pasárnoslo bien. –y le acarició la mejilla.
-Sí, sí…tienes razón, Rudolf. –asintió. Por cierto, qué lobo más raro, ¿verdad?
-Que sí, Hombre, que sí…-dijo con pesadumbre el enano, al que no le importaba un rábano.
-Escucha… -dijo el hombre, dudando.
-¿Si…?
-¿Cómo apareciste aquí, Rudolf? ¿Qué hacías en medio del bosque?
-Verás, Hombre…[4]-suspiró- Mi clan, situado bajo las montañas del Hmkja-Hmkja, me ha abandonado como a un animal. –su tono de voz se dramatizó- De todos modos, yo ya me quería ir, no te hagas malas impresiones. –Estornudó como un fumador de Ducados- Ahora tendré que quedarme aquí, al exterior, con un feúcho como tú, solo y triste –en comparación con el de Rudolf, el lamento de Dido tendría tanta empatía como ver al pobre fitoplancton siendo comido por una ballena- ¡Oh, Dios mío!  ¡¿por qué me has abandonado?!

Estaba fingiendo. A pesar de ser maltratado y humillado por Rudolf en su propia casa, el Hombre sintió lástima por él.

-Si quieres, puedes quedarte en mi ca…-fue cortado.
-¿Sí? ¿De veras? ¡Qué bien! ¡Eres muy buen hombre, Hombre! –y entonces cambió su rostro empapado por uno de nuevo y alegre, como si de simples máscaras de tratase. El hombre sonrió.
-Coño, no rías, joder, que eres más feo que un pie lleno de callos. –el hombre asintió- Venga, no te ofendas, Hombre…que no es culpa tuya. –el hombre volvió a sonreír- Joder, ¿qué te tengo dicho? ¿Es que hablo por las paredes? Aun teniendo la cara cubierta, tu fealdad es insoportable. –el hombre volvió a asentir.

Rudolf había ganado mucho terreno. Ya tenía hogar propio y un arma letal para su plan. El advenimiento del lobo le dio información muy valiosa sobre el calibre del Hombre. Los dos entraron, finalmente, en la cabaña. Rudolf se sentó en el sofá –de madera, por supuesto- y se encendió un cigarrillo. Revisó la libretita. -Yo soy inmune. -Añadió para sus adentros. Tenía que descubrir si sólo lo era él, o el resto de su raza.


[1] Es conocida la tradición de la aldea de Mumbumbumba de ir a la huelga en los bosques, sobretodo los sábados.
[2] Según sus cálculos, un calamar gigante, (Architeuthis dux) con sus ojos del tamaño de una pelota de volley, duraría, con suerte, un par de milisegundos.
[3] Es ya bien sabido que algunos animales –a los que le plazca al autor- pueden hablar. Porque sí; ellos lo valen.
[4] Todo el discurso de Rudolf es, con absoluta certeza, falso.

viernes, 22 de abril de 2011

Capítulo II: Rudolf

De pequeño le hicieron beber whisky. Nunca protestó. Su única defensa era el llanto. Feo, demasiado feo, decían. Aunque para algunos teóricos de la estética él era una especie de tótem: “Quizás no tendremos nunca una brújula para lo bello, pero al menos, ahora, la tenemos para lo feo”. Eso, sin duda, era muy difícil de cuestionar.

Él no sabía qué era un cumpleaños-para-sí-mismo. Celebraban el de su padre, el de su madre, el de bodas y el de su gato. Los Smith le habían bombardeado, ya desde la cuna, que él no cumpleañaba. No era nada duro para él; “algunos cumplen años, otros no los cumplen”, pensaba.

La lluvia se detuvo. El agua, mezclada con la sangre del Secuestrador B, le daba un toque aun más grotesco al asunto. Sus dos compinches, en ver la hecatombe una vez recuperados de la ceguera inicial, huyeron como si escaparan de los latigazos de su amo. De ese modo, después de la descomunal detonación y habiendo cesado de llover, sólo se oían los llantos del nauseabundo niño, solo, en medio de fragmentos de secuestrador.

-Voy a echar un ojo afuera, querida, –dijo el señor Smith- a ver qué está pasando.
-Vale. A ver si se lo han llevado ya. –respondió.

El señor Smith sólo fue capaz de abrir la puerta un par de centímetros y ojear poco menos de un segundo. El instantáneo contacto visual con la aberración le hizo rebotar en medio del sofá, entrando en parálisis y provocándole una disfunción crónica en el habla[1], ceguera total en el ojo derecho y espuma perpetua por la boca. Tuvo suerte.

Y, así, el crío adefesio, asustado e indefenso, corrió y corrió sin parar, desesperado, adentrándose en el bosque en el que su padre stockeaba. Se oían levemente sus pisadas rechinar contra la hierba húmeda al unísono del latir de su corazón mientras, con sus pequeñas manitas, se tocaba la cara, extrañándose a si mismo. Lo mejor que le podía pasar ahora era dejar de existir, y un buen espejo no sería una mala idea.

El bosque se resintió de su llegada. Los animales más audaces, al notar su presencia, iban en dirección contraria. Los menos aptos le dijeron a la vida que dimitían, que estaban hartos de su indignante salario, estallando o evaporándose. En esta situación, el muchacho se sintió como aquél que, en medio de una discoteca en aforamiento completo y con confusos síntomas de tener la lepra, grita al cielo “¡tengo la lepra!”.

Pasó la noche al raso en un silencio sepulcral. No se oía ni el más leve sonido y, además, dormía mucho más cómodamente que en el suelo de su casa[2]. Y, al día siguiente, empezó una nueva vida allí, casi como el Niño Salvaje. Al principio comía lo que encontraba[3], hasta que descubrió la agricultura. Se hizo una pequeña cabaña muy hábilmente teniendo en cuenta su edad, teniéndola que reconstruir más a menudo que las tuberías de Groenlandia.

Y así transcurrieron los años para él, al más puro estilo Thoreau pero sin contar los ahorros -y sin vecinos, por supuesto- hasta que se hizo mayor y el niño se convirtió en un hombre, un hombre hecho y derecho. Tenía montado, en todos estos años, un buen tinglado. Había desviado el riachuelo para regar los pequeños huertos de los que se alimentaba, y hacía mucho que nadie se atrevía en molestarle. El bosque, en palabras mayores, era Suyo.

Hasta que un día, recién salido el sol sacando la cabeza, el hombre se encontró, justo al lado de su cabaña, a una extraña criatura en forma de hombre pero mucho más menuda. Era un enano, y estaba ahí tirado -cabe señalar que algunas criaturas como el sol, los enanos y los hipopótamos son inmunes a la fealdad del hombre.

-Joder! –dijo el enano- ¿Qué coño hago aquí tirado? ¿Quién coño eres tú? Eres más feo que un pie lleno de callos, joder.

El hombre, al oír esas palabras que para otro cualquiera hubieran sido dignas de un duelo a ultranza, se puso locamente contento. Rió.

-¡Coño! –Exclamó el enano- Hay que ver lo feo que eres cuando ríes. Lo eres mucho más que cuando no ríes. ¿Cómo coño te llamas, cardo?
-No tengo nombre, pero me puedes llamar Hombre. –Dijo el hombre- Mis padres no me pus…
-Sí, sí, Hombre, te creo. –Le cortó- Yo me llamo Óscar Joaquín Rodolfo, pero me puedes llamar Rudolf. –Se hizo una pausa de largo rato. El recién presentado Rudolf empezó a comerse una col del huerto.
-Oye, que estas coles…-fue cortado otra vez el Hombre.
-Cállate, feo. –Decía mientras mordisqueaba el exquisito manjar- Oye, si me tengo que quedar aquí mucho tiempo tendré pesadillas con tu cara. Tenemos que solucionar esto.

Y, de ese modo, el recién llegado enano se fue a buscar algo para cubrirle la cara al Hombre. Lo mejor que encontró fue un calcetín maloliente y lardoso colgado en una ramita de un árbol. Lo descosió lo mejor que pudo para conseguir un aspecto más o menos cuadrado y, acto seguido, exclamó ¡Eureka!

-Toma, feúcho, ponte esto. –dijo con severidad.

Una vez cubierta la cara del nauseabundo hombre con sus dulces prendas por él mal halladas, volvieron a emerger los animales en el bosque. Los árboles recuperaron su integridad; la hierba, su dignidad. Es fascinante lo efectivo que puede llegar a ser un calcetín maloliente y lardoso en situaciones controvertidas.


[1] De ahora en adelante, este tipo sólo podrá decir la sílaba “ka”, pudiéndola repetir tantas veces como desee.
[2] No tenía cama.
[3] Frutas.

martes, 19 de abril de 2011

Capítulo I: Más feo que un pie

Al principio era el feo. Un niño tan feo que ni de haber nacido en una familia ciega lo hubieran querido. Muy pocos tuvieron la desgracia de verlo con sus propios ojos, pues sus padres lo ocultaban y sólo salía a jugar por las noches –evidentemente, jugaba solo. Según dicen los rumores, lleva el diablo a sus espaldas. Algunos pensarán que esto es una hipérbole. No lo es.

Dicho niño, como es de suponer, no tenía nombre, y residía en las cercanías, un poco alejadas, de la aldea de Mumbumbumba. Su madre, la señorita Smith, se dedicaba a la ardua tarea de coser jerseys para su marido, el señor Smith. Cuando se quedaba sin tela, descosía la ropa de su abominable hijo para tener más. A consecuencia de ello, el pobre chico pululaba con poca y mísera ropa, a veces sin. Y lloraba.

El señor Smith, por su parte, era stock-leñador; un tipo de esos duros, duros, semental musculoso como un roble de acero, que se dedicaba a cortar árboles para producir stock en detrimento del país escondiendo en el sótano la madera cosechada.

Y, más o menos, así transcurría la vida del feúcho; encerrado en casa de día mientras su padre talaba árboles y su madre cosía y descosía y, de noche, contemplando las estrellas con algo que antaño fue una pelota. Pero esa rutina no duraría para toda la vida. Tres secuestradores –los típicos de toda la vida, utilizados simplemente para romper el hielo- sabían lo de su padre y querían –cómo no- secuestrar a su hijo a cambio de madera.

Era de noche ese día, y llovía. La hierba resbalaba y el niño sin nombre tropezó encima de una estaca de madera que amurallaba el patio de los Smith, dándose un golpe en la cabeza. Lloró. Gritó. Se sentían risitas en la casa y una llave que se cerraba desde dentro. Eso ayudó a la tarea del secuestro.

-Vamos, chicos, ahora es nuestra chance, que se ha metido un buen tortazo en la cara. –dijo el Secuestrador A.
-¿Seguro? –preguntó el Secuestrador B- Es muy feo.
-Ahora no te eches atrás, coño. –protestó el Secuestrador C.
-Lo digo –introdujo B- porque me he dejado las gafas.
-No te preocupes, -dijo A- sólo son como mesura preventiva.

Así pues, A, B y C se acercaron gateando muy sigilosamente hasta llegar a pocos metros del niño, que ya estaba sacando espuma por la boca. Los secuestradores se horrorizaron y, de no ser por la luz que emanaba de la casa, se hubieran pensado que ahí dentro no había nadie. Siguiendo el plan a la perfección, tiraron, entre los tres, una red que capturó al espumoso niño.

-¡Señores Smith! –gritó el Secuestrador A- ¡Tenemos a su hijo como rehén! ¡Más vale que nos entreguen toda la madera que tengan almacenada o, de lo contrario, su hijo morirá!
-Bah… -soltó tranquilamente la señora Smith desde dentro de la casa- Ya te lo puedes quedar todo, todito.
-Eso, eso –dijo el señor Smith- Ni por una piedra lo querríamos. Dios mío, que hijo más inútil. Es más feo que un pie.

La incomprensión, entonces, se apoderó de los secuestradores. El pobre niño, que, como ya ha sido dicho, no tenía nombre, se puso a llorar como un niño y cuánto más lloraba, más risitas se oían dentro de la casa. Harto de tanta tontería, el Secuestrador A se sacó de su bolsa un artilugio cúbico de metal con unos extraños engranajes y palancas y, levantando la red, lo metió dentro de la cabeza del muchacho.

-¡Vamos a ver quien se ríe ahora, viles y cobardes criaturas!
-¡No lo hagas, A! –protestó en vano el Secuestrador C - ¡No puedes volverle más feo!
-Poneos las gafas, chicos. –dijo tranquilamente el Secuestrador A mientras encendía un cigarrillo en plan puto amo.
-¡No! ¡Espera! –protestó C- ¡B no tiene las gafas!

El Secuestrador A, poseído por una especie de impotencia, hizo girar los mecanismos del misterioso cubo mientras se oían los gritos horrendos del niño, que se iban deformando en analogía a su faz. Una vez satisfecho, el Secuestrador A sacó el cubo de la cabeza del niño y, entonces, surgió el Horror. La tierra se resintió. La hierba, debajo suyo, iba secándose mientras, en el subsuelo, los gusanos se retorcían. Los Secuestradores A y C se sintieron como aquél que, después de un largo túnel en coche, se ciega a la luz del exterior, y intentaban observar, con dificultades, como los ojos del Secuestrador B se iban enrojeciendo. Las piernas empezaron a temblarle; el pulso, disparado. Explotó, de repente, una pierna y se cayó al suelo. Se le salió un ojo y se le quemó la ceja antes de reventar en mil trozos, dando a luz a un espectáculo dantesco. Algunos pensarán que esto es una hipérbole. No lo es.


domingo, 17 de abril de 2011

El re-regreso

Bueno, esto es un auténtico desastre. Siempre he querido hacer un buen blog, constante, variado y sobretodo, que sea visto. Será que no tengo madera para esto.

Pues bien, he decidido crear un blog monográfico -por así decirlo- y dedicado única y exclusivamente a mi proceso de pseudonovela El hombre que ríe. La historia de su génesis es un coñazo, pero creo que es necesario contextualizar todo este embrollo y así, además, tengo excusa para el primer post:

El hombre que ríe fue, en su origen, una historieta de pacotilla que iba escribiendo por capítulos e imprimiendo para mis amigos del colegio ya hace varios años. Dicha historieta se inspiraba muy libre y vagamente en un cuento homónimo de J. D. Salinger -que duerma en paz- y a esos capítulos impresos los llamaremos, a modo sorno, los Manuscritos -¡creo que aun conservo alguno!

La trama de esos Manuscritos se acabó con un gran meteorito que destruyó toda forma de vida. La historia, terminada, se quedó en el olvido. Años después sucumbí a la ambición y quise renovar la historia de El hombre que ríe, así que hice unas cuantas reparaciones a los Manuscritos y amplié la historia en un blog -Mitad bourbon, mitad leche- que al fin se murió sin terminar. Era mi segundo intento, y a este relato modificado le llamé El hombre que ríe (reeditado).

Bien, pues, un par de años más tarde he decidido volver a empezar casi desde cero, y a este tercer intento le llamaré El hombre que ríe (remake). Hay varios motivos para eso. El primero es que la palabra remake es demasiado guay, sinceramente. El segundo es que re-remake es mucho más guay, pero como nombre de web es durísimo. Luego nos topamos con que podría haber puesto un 2.0, -ahora eso es lo más guay del mundo- pero el carácter del punto no puede ser puesto en una dirección web.

Sea como sea, el hombre que ríe vuelve a nacer, y lo hará, como siempre, en capítulos. Los primeros se ceñirán bastante a El hombre que ríe (reeditado), pero con añadiduras y pequeños cambios. Bueno, basta de charla, allá vamos.

PS: mis paréntesis son, bajo mínimas excepciones, guiones. El principio de razón suficiente empleado aquí es que se me cayó medio litro de agua en el teclado y sólo puedo meterlos en el PC con un insertar símbolo. Eso también es un coñazo.